Forma y fondo en la obra de JFS
(Conferencia pronunciada por el escritor)
La libertad, afirmaba Cervantes, es la única cosa por la que se puede
y debe dar la vida. No es raro que nuestro primer escritor soñara con
una edad dorada y sin cadenas para la palabra, pues ésta si no es libre
sólo supone la mayoría de las veces vaga sombra de sí misma,
cuando no mero juego de artificio.
Quiérase o no, en uno y otro siglo, censura y autocensura, literatura
y vida han seguido paralelos caminos. Una y otra comienzan para mí en
la guerra, es decir: con la última guerra civil española que me
sorprendió lejos de casa, manteniéndome apartado de ella durante
tres largos y decisivos años.
Hasta entonces se nos había enseñado la justicia, el orden, la
lógica del castigo y el premio y ahora, de pronto, por encima de todo
aquello que habíamos aprendido a respetar, imitar o creer, se nos revelaba
algo o alguien, fuerzas o personajes extraordinarios que libraban su batalla
particular por encima de nuestras cabezas, una guerra en la que nosotros no
contábamos, salvo para sufrir sus consecuencias.
Esa concreta sensación de no contar, de no intervenir siquiera en el
destino propio, comenzó entonces y vuelve a veces todavía. Quizás
por ello se iniciara entonces en mí un afán por transformar el
mundo en torno, tan ajeno, inasequible y hostil, en otro más a mi medida,
a medias refugio y a medias dominio. Pues escribir es crear y dominar a la vez,
asimilar la experiencia o imaginarla y expresarla a través de uno mismo,
es decir: recreándola.
Se escribe como se es. Aparte de una vocación y de un estilo, escribir
es un modo de interpretar la vida y un modo de aportar esa interpretación
al mundo en que se vive. Es verdad probablemente que se nace escritor o no,
y es un juego inevitable pensar qué hubiera sido de tantas vocaciones
celebres en otras circunstancias, en otra sociedad de la que les tocó
vivir. Esa especie de juego del destino va unido, como gran parte de la historia
de los hombres, a imponderables sobre los que es inútil razonar o discutir,
pero que deben explicarse al menos.
Así diré que para todos nosotros la guerra terminó tal como había empezado. Nadie nos dijo nada, nadie nos aclaró nada. De pronto todo aquel mundo al que yo debo mis primeras experiencias se vino abajo, se trasformó, se puso en movimiento. Atrás quedaba muy clara y definida una etapa concreta de mi vida: la adolescencia. Había salido de Madrid para tres meses y volvía al cabo de tres años. Todo ese tiempo vivido entonces no fue el primero que apareció en mis libros; vino después y aún surge de cuando en cuando en mis relatos.
Lo normal es empezar con una novela que es ante todo un libro de recuerdos,
unas memorias más o menos elaboradas. De hecho como se sabe, muchos autores
quedan ahí, no son capaces de salvar esa barrera de recuerdos y por eso
las primeras novelas siempre suponen por parte del crítico un crédito
que se abre al autor, y por parte del autor un anticipo a cuenta. Yo no empecé
por contar mi juventud, ni siquiera mi adolescencia. Alguna vez me he preguntado
la razón de esta asincronía entre vida real y creación
literaria. Lo lógico sería comenzar por las vivencias más
lejanas, más concretas, más elaboradas, más sedimentadas,
y sin embargo no es así; al menos en mí no ha sido así,
quizás porque además de la fisiología a que Azorín
alude, además del medio social o ambiente en que se vive, una tercera
causa, o razón viene a añadirse en este personaje ambiguo, a ratos
sincero, a veces falso, a veces noble, vendido a veces, que llamamos escritor.
Esa causa o tercera razón, inútil decirlo, es la influencia de
los otros escritores: esos escritores que van por delante de nosotros reflejando
la vida, como Stendhal quería, en su propio espejo. Ellos modifican,
cambian en un principio nuestro estilo, y en resumidas cuentas, nuestra fisiología,
puesto que influyen también en nuestro modo de pensar. Se dirá
que los maestros que se escogen son los que van más de acuerdo con nuestro
modo de pensar y en esta especie de círculo vicioso hay que reconocer
que los maestros enseñan tanto más cuanto más afines resultan
a nosotros.
Si yo empecé escribiendo LOS BRAVOS
, libro del que hablaré luego, fue casi con toda seguridad porque descubrí
a Faulkner. Faulkner andaba ya por las librerías españolas en
una de sus novelas: “Santuario”, publicada sin pena ni gloria tal
como sucedió en su patria en un principio. Nadie apenas la leyó
y nadie conoció a su autor hasta que empezó a llegar, ya consagrado
en Francia, antes del Premio Nobel, a través de las editoriales sudamericanas.
De todos los escritores norteamericanos que por entonces llegaron, Faulkner
y Caldwell, eran los menos maltratados por los traductores, quizás porque
los términos rurales de una y otra América tenían mejor
correspondencia.
Dice Faulkner, hablando de novela, que la finalidad de todo artista es detener el movimiento de la vida y mantenerlo fijo, de suerte que, cien años después, cuando un extraño lo contemple, vuelva a ponerse en movimiento en virtud de que es vida precisamente. Y puesto que el hombre es mortal, añade, la única inmortalidad a su alcance es dejar tras sí algo que sea inmortal porque siempre será capaz de moverse. Esa es la forma que tiene el escritor de decir <Yo estuve aquí>. Pero ¿a quién se lo dice? ¿Cuándo, cómo se narra? El problema primero que el escritor se plantea es el del público. ¿Para quién escribir? Inconscientemente siempre uno se responde: para que los que piensan como yo, es decir y, en el sentido más noble, para mis amigos. Naturalmente se pretende que ese círculo de amigos, por llamarlo de algún modo, crezca lo más posible, a lo largo, a lo ancho, en lo profundo y en lo eterno, es decir, más allá de la muerte. Por encima de traducciones y tiradas, el escritor sólo dice su canción a quien con él va, tal como explican los versos más claros sobre preceptiva literaria de la literatura castellana.
Narrar, contar esas historias a los amigos, conocidos o lejanos, actuales o
en potencia, minoría selecta o mayoría silenciosa, es lo que yo
he intentado a lo largo de unos cuantos libros. He escrito y escribo para volver
a vivir de algún modo ciertos años, por no sentirme tan ajeno
a ellos, y en definitiva por sobrevivir, por fijar ese curso o movimiento de
la vida a que antes aludía, y hacer posible que alguien, después
que yo, lo viva a su vez y lo ponga en movimiento, es decir: por perdurar de
algún modo.
Se escribe hasta cierta edad por recuperar un tiempo de alguna manera perdido;
se escribe más tarde para ganar uno nuevo y distinto. El escritor se
agota cuando ni puede recordar ni imaginar o lo que es lo mismo, cuando empieza
a repetirse. El escritor vivo, como decía Lope, se sucede a sí
mismo, se renueva en la multiplicidad que tanto amaba Nietzsche, en estilos,
en forma, en matices. Se sucede penetrando en las cosas y compenetrándose
con ellas, creando expresiones definitivas, únicas pues hay términos
que convienen tanto a las cosas y que son tan propios para el pensamiento que
nacen con él. La obra del escritor, del novelista, es encontrarlos. Pero
también se escribe buscando una determinada forma de expresión,
de comunicación que todos, creadores o no, necesitamos, deseamos. Esta
necesidad se halla en casi todo cuanto el hombre lleva a cabo; es el deseo de
<estar >, de existir con los demás, no importa de qué modo.
Lo que el escritor no quiere es sentirse aparte. No se trata de vanidad, sino
de miedo a la soledad, de temor al vacío, a la nada, que es el miedo
más antiguo sentido por el hombre.
Allá por los años cincuenta coincidimos en la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid, Ignacio Aldecoa que venía de Salamanca, Rafael Sánchez Ferlosio que llegaba, si no recuerdo mal, de intentar el ingreso en Arquitectura, Alfonso Sastre y Alfonso Paso, fundadores de un grupo teatral llamado “Arte Nuevo”, entre otros.
La universidad de entonces, como es fácil de imaginar, se parecía
poco a la de ahora. Aún había en ella promociones anteriores a
la guerra. Se hablaba poco de política y aunque la había, no se
hacía notar demasiado. Lo que para nosotros supuso el paso por la universidad
intentamos valorarlo Ignacio y yo en largas, vagas y bizantinas charlas. La
verdad es que allí comenzamos a influir unos en otros, si no en nuestras
obras que por entonces intentábamos poner en pie, si al menos en nuestro
afán por conseguir un puesto en la vida del país que tan lejano
parecía. En lo que siempre estuvimos de acuerdo fue en que sin pasar
por ella, sin poner en marcha aquel teatro que fundamos, sin aquellas primeras
lecturas, aquellas vueltas al atardecer y el recuerdo de algunos profesores
no seriamos lo que fuimos luego, ni hubiéramos escrito lo que más
tarde escribimos. Estudiábamos mal, sin verdadera vocación.
Cierto día y con gran esfuerzo por mi parte, dejé la Facultad.
Sólo al cabo del tiempo volvimos a encontrarnos en el Café Gijón.
Por entonces Antonio Rodríguez Moñino acababa de fundar <Revista
Española> y allí empezamos a colaborar todos. La revista, como
era de rigor entonces, acabó a los pocos números, pero sirvió
para reunir a una serie de escritores. Era la época de la aparición
de nuestros primeros libros, cuando los editores se resistían a publicar
novelas de autores jóvenes españoles, a los que al fin se decidieron
a lanzar a través del complicado mecanismo de los premios. Por entonces
también comenzó lo que algunos se empeñaron en llamar realismo
social, y otros, más vagamente, realismo objetivo. Cualquier palabra
poco usual arrastraba tras sí la etiqueta de tremendismo, y cualquier
personaje de baja condición social se suponía que escondía
un peligroso mensaje entre líneas. Por entonces Juan Goytisolo se marchaba
a París, y en España se empezaba a hablar de Hemingway y Faulkner.
Azorín escribía sobre cine y Pío Baroja vivía, de
algún modo habría que llamarlo, envuelto en su manta recibiendo
visitas, a solas, pensando quizás en aquel último y definitivo
paseo al cementerio civil donde reposa.
Ser joven era un grave problema, suponía sobre todo esperar, cuestión
que sólo el tiempo era capaz de solventar, y que nosotros resolvíamos
a nuestra manera: con charlas de café, vagabundeo por Madrid al anochecer
y con recalada inevitable en la casa de Ignacio Aldecoa.
A la salida, de madrugada, el frío del Manzanares atenazaba la garganta,
en tanto el cielo se iba aclarando poco a poco. Una parte de mi vida está
allí, y la recuerdo bien; lo que no consigo recordar es de donde sacábamos
el tiempo para escribir nuestros libros. Y sin embargo paulatinamente fueron
apareciendo LOS BRAVOS, EL FULGOR Y LA SANGRE o EL JARAMA.
Hasta que un día los años del río se acabaron, en parte
porque Ignacio se mudó más al centro de Madrid y porque cada cual
siguió su vida a su manera.
En lo que a mí respecta, el cine me sacó del café o los
cafés por donde andaba entonces y me lanzó por los caminos de
la España de los años cincuenta, una España que, como ahora
se dice, comenzaba a despegar hacia la que hoy conocemos. Una España
de carreteras maltrechas, automóviles escasos, algún que otro
solitario tractor en la llanura y un deseo de prosperar de algún modo
y olvidar el pasado como fuera.
Como alguien asegura, las tres virtudes teologales del escritor son: experiencia,
observación e imaginación. Dos de ellas pueden suplir a la tercera
y a veces una, la falta de las dos. Mi experiencia, mi observación, mi
imaginación no tanto, se refería cuando empecé mi primera
novela a una región, un país, un pueblo que yo conocía
bien y que a la vez sentía, pues para cierto tipo de literatura, conocer
bien el tema no es bastante. Yo conocía bien a esa región que
digo y a su gente, en su pasado y en su momento actual, que entonces era el
futuro para ellos. Ese país es lo que, en la provincia de León,
se llama la montaña. Lugar de transición entre León y Asturias,
a la que casi pertenece en lo que a geografía se refiere, pero no así
en lo humano ya que posee características bastante diferentes. Busqué
un punto de vista narrativo no sólo literario, sino incluso moral y adopté
una actitud lo más lejana posible del viejo paternalismo que siempre
suele flotar sobre este tipo de novelas, más o menos conscientemente.
En cuanto a técnica, siempre el tema la impone, o al menos debería
imponerla. En este caso, la vida de un pueblo de montaña no admitía
protagonista único. Son aldeas minúsculas, apenas caseríos
donde no existen, ni existieron nunca jerarquías de ninguna clase, donde
las diferencias económicas son pequeñas también, y en las
que hasta hace poco solo la emigración podía facilitar sensibles
mejoras.
Así pues, decidí escribir una novela en la que no existiesen protagonistas
netamente diferenciados, y en la que a la vez lo fueran todos: hombres, animales
y cosas. Porque en este tipo de sociedad rural, huelga decirlo, el mundo inmediato,
concreto, que rodea al hombre, cobra importancia no con carácter de símbolo
o esquema, sino de un modo real amparándole o deformándole o convirtiéndole
en hombre vivo o en hombre muerto. No trataba de simbolizar al país en
este pueblo perdido y olvidado, sino de representarlo a través de una
historia, pues ya se sabe que la historia inventada es casi siempre más
real que la historia verdadera. España era entonces un país eminentemente
agrícola; estaba en todas esas aldeas diseminadas por nuestra geografía,
antes que en unas cuantas capitales cuya importancia desde entonces ha ido creciendo
aceleradamente.
España está allí aún, en cierto modo. A pesar de
su nuevo perfil industrial y demográfico, aún está allí
en esas aldeas cuyos vecinos han venido a cubrir los arrabales y el trabajo
de las cada vez más extensas capitales.
Una vez elegido el tema, ya en las primeras páginas se suele plantear
el problema del lenguaje. ¿Cómo habla la gente de hoy? ¿Qué
lenguaje puede aceptar el lector por su parte? ¿Hasta qué punto
puede falsearse? El lenguaje lo crea el escritor, lo inventa, y si lo inventa
bien, el lector lo acepta por bueno. La realidad inventada, repito, es más
real que la vivida. Ésta, a veces, sigue sus pasos pues no en balde se
ha dicho tantas veces que la naturaleza imita al arte. Lo demás, las
fórmulas, la fidelidad estricta es arqueología que como ciencia
tiene importancia, pero que cuenta poco en cuestiones de arte. En cuanto a lo
que podríamos llamar la forma de esta primera novela mía, titulada
LOS BRAVOS, la multiplicidad de personajes imponía una
serie de acciones paralelas.
Todo esto es normal, es el ABC de la novela y cualquier escritor lo adivina
en sus primeros pasos. La técnica en arte se aprende fácilmente;
lo difícil es encontrar a qué aplicarla, de qué llenarla,
al menos en las artes narrativas. En las artes plásticas a veces ella
sola, como vemos cada día, sirve para dar la impresión de que
el marco del cuadro está repleto de algo, saturado y completo, más
allá de la forma y el color. En las artes plásticas, donde el
tiempo se halla reducido a un instante, el público acepta más,
quizás porque se le exige menos. Ver un cuadro, contemplar una escultura
es algo vago, obliga a menos que leer un libro, sobre todo si el libro opera
sobre unas coordenadas a las que el lector no se halla acostumbrado.. En este
sentido la aceptación del público aparece desfasada comparando
unas artes con otras. Así, gente que se entusiasma con Henry Moore no
soporta a Ionesco, y en novela se ha quedado en Gide, Camus o Steinbeck.
Eugenio de Nora, en su estudio sobre la novela española contemporánea,
afirma que LOS BRAVOS es la primera obra plenamente representativa
de la generación de los años cincuenta. A ello añade Gonzalo
Sobejano que su técnica se utiliza más tarde en EL JARAMA
y que se trata justamente de una especie de técnica cinematográfica.
Dicha forma de narrar sería notoria sobre todo en la elisión de
las transiciones, en la distribución de primeros y segundos términos,
en la complacencia visual con que se exponen ciertos detalles y en las perspectivas
fragmentarias a través de las cuales se va componiendo una imagen total.
Seguramente es así, pues entre los protagonistas principales de ese medio
ambiente que influye en el escritor, se halla el cine. Quizás verlo,
más que realizarlo, vivir en este mundo de imágenes que cada día
nos rodea, acabe por influir en lo más íntimo de nosotros, de
igual modo que modifica nuestras costumbres, nuestros gestos, e incluso ante
nuestros ojos, la propia imagen nuestra. Hoy día, sobre todo a causa
de la televisión, la imagen nos avasalla aún más; nos manda,
nos enseña el valor de una mano, de una espalda, de un objeto; nos relaciona
de un modo directo todas esas formas con formas musicales; nos transforma las
imágenes musicales en imágenes concretas y visuales; nos acerca
a personajes vagos, lejanos, desconocidos.
En LOS BRAVOS también se ha visto el arranque de lo
que en España se dio en llamar la novela social y también de lo
que se entiende por novela objetiva. Vamos por partes. Si la novela tiene por
protagonista al hombre y el hombre es fundamentalmente un animal social, se
supone que toda narración digna de tal nombre, sería como tal,
arte social. Sin embargo, alguien ha visto a la novela social como un tipo de
narración en la que se muestran los abusos de las clases altas en contra
de las menos favorecidas, poniendo énfasis en la desigualdad existente
entre la holgada vida de unos y las penalidades de otros. Ante fórmula
tal sólo cabe añadir que además de todo se trata de una
novela auténtica. El autor del Lazarillo no necesitó tanto para
mostrarnos cómo era la España de su tiempo a través de
una caso individual porque a veces un solo retrato refleja por sí mismo
una época entera.
En cuanto al también famoso objetivismo, más que recurso literario
vino a ser en nuestro tiempo sólo un recurso contra la censura. La objetividad
no existe, por mucho que se diga. El pretender ser objetivo ya supone no serlo,
por mucho que se esfuercen los franceses y tales autores se hallan en sus relatos
tan omnipresentes como quien toma la palabra para opinar, definir o narrar.
LOS BRAVOS tuvo cierto éxito entre profesionales. No
podía ser de otro modo por entonces. Luego, a la larga, siguieron nuevas
ediciones y otros títulos.
Tras él vino EN LA HOGUERA, cuya
idea básica se halla en la frase que define la vida como <un gran
deseo de vivir y a la vez un gran deseo de morir>. En él intenté
estructurar una narración sobre estos dos deseos fundamentales, pero
sin personajes colectivos ni escenarios cerrados, como en mi libro anterior.
Aquí el paisaje, el ambiente se irían presentando a lo largo de
un viaje en el que influyeron las obras de Baroja y aún más cerca,
las andaduras de Cela.
Este libro más intimista en apariencia que LOS BRAVOS, vino a ser algo así como un homenaje al único autor vivo y ya clásico. Según se ha dicho, por entonces dejé a un lado el dichoso realismo social. Se supone que por haber escrito una novela testimonial o como quiera llamarse, debería haber seguido aplicando el método a los pescadores o a los emigrantes. Algunos lo hicieron. Yo prefiero sucederme a mí mismo, más o menos conscientemente, en contra del lema de John Donne, aquel gran poeta contemporáneo de Cervantes, cuyas palabras son: <antes muerto que mudado>. Lo que el gran autor inglés quería decir a sus contemporáneos era que su verdadero yo se mantenía el mismo y no sus circunstancias de creyente o literato.
Y así llega un momento en que el hombre, escritor o no, echa la vista atrás, no ya como balance, sino palpando los recuerdos, comprobando si llegaron a sedimentarse. Este volver atrás a la búsqueda del tiempo perdido de la guerra, significó para mí una serie de cuentos, cuyo título genérico responde al primero: CABEZA RAPADA.
CABEZA RAPADA fue una breve narración, un pequeño
drama de apenas dos folios sobre un muchacho que va a morir porque las circunstancias
del mundo en que vive así lo imponen. Fue sobre todo una narración
afortunada, reimpresa muchas veces y aceptada, creo yo, como testimonio de los
oscuros días tras la guerra. Aquel tiempo de batallas silenciosas y calladas
derrotas aún estaba presente para muchos españoles antes de que
las nuevas generaciones alcanzaran la mayoría de edad para integrarse
en la nueva sociedad española.
Quizás fuera ésa la primera señal del final de una época,
la llegada de una generación dispuesta a desplazar como todas a las precedentes,
pero mucho más en contacto con el exterior en modas, libros, música
e incluso en ideales políticos.
Cierto día en que el guarda del panteón de los Duques de Alba
en Loeches, mostrándome los destrozos de la guerra, las ventanas vacías
y los mármoles rotos, no me supo decir de qué guerra se trataba,
qué guerra había sido ésa donde se habían llevado
a cabo tales destrozos, comencé a comprender que otra etapa se cerraba
no sólo para mí, sino para muchos otros. Una etapa se cerraba
para mí, y otra se abría para esa nueva generación que
salía a la luz sin tan grave peso a la espalda, sin el recuerdo de una
guerra que poco a poco se iría volviendo más vago y leve en la
vida y en el arte, en la memoria de la gente y en la vieja memoria de los libros.
Pero en cuestiones de arte hay un sector en el que todas estas circunstancias
se olvidan mucho antes. Hablo de los pintores. A pesar de los estudios numerosos
que ahora acompañan a cada exposición, mitad reclamo, mitad exégesis,
a pesar también de la crítica en torno, a medias receta de cocina
y a medias boletín meteorológico, como la oí definir cierta
vez, la verdad es que cuando los artistas no figurativos de hoy comienzan a
elucubrar literariamente sobre sus propias formas o sobre las de los demás,
los resultados no suelen compensar al lector. Quizás por todo ello gocen
de un poder especial de adaptación que, aún en el mismo Goya es
de notar por mucho que se hable de sus conflictos íntimos. No hay más
que hojear un poco la historia de su vida, alinear mentalmente los cinco retratos
de Fernando VII, realizados en un mismo año, incluso el de su Alegoría
de la Villa de Madrid y su historia pintoresca. En el medallón de dicha
alegoría trazó Goya en 1810 la efigie de José Bonaparte
que dos años después sustituyó por la palabra Constitución.
Más tarde, cuando el Rey José regresó a Madrid, se efigie
volvió a aparecer en dicho medallón. Pero ello no fue obstáculo
para que en 1813 de nuevo la imagen del rey intruso cediera el puesto a la palabra
Constitución, para que al año siguiente Vicente López trazara
definitivamente el retrato de Fernando VII. Podría pensarse que la historia
de este medallón, espejo de una parte de nuestra historia, destinado
a reflejar en su fondo no un país de maravillas como el de Alicia, sino
el acontecer político de España , acabaría allí.
Pues no. Veinte años más tarde, un concejal con ideas personales
sobre la inestabilidad política de los tiempos futuros, mandó
borrar la imagen del rey tan deseado y puso fin a la cuestión, ordenando
pintar en su lugar un rótulo que aún dice <Dos de Mayo>,
con el que se supone que en sus tumbas habrán quedado todos definitivamente
tranquilos, Goya incluido, por supuesto.
Esta breve divagación sobre las artes plásticas
tiene su razón de ser en mi cuarto libro, titulado LABERINTOS.
Es una novela sobre cierta juventud que conocí al margen de mi profesión;
gente inquieta que corre paralela a la vida y camino de todas las artes y que
al final desaparece sin dejar rastro de sí, ni en su vida, ni en su obra.
Aquí volví a insistir en el personaje colectivo por las mismas
razones que en LOS BRAVOS, porque ninguno de sus posibles protagonistas
tenía entidad suficiente como para centrar o dirigir el curso de la obra.
Esta sociedad eterna en cierto modo y un poco a ras de tierra siempre sin grandes
héroes ni grandes mitos, sin grandes personalidades ni maestros, que
no se sabe ni cuando empieza ni cuando termina en el tiempo o en el lugar que
ocupa, es la que yo llevé a LABERINTOS, lugar donde,
como se sabe, se entra por propia voluntad, pero de donde sólo la suerte
es capaz de sacarnos en la mayoría de los casos.
El arte no tiene moral. La suya descansa en la verdad
y la belleza, en su propia calidad que nace de la íntima soledad del
hombre. A ese tema, a la soledad, he dedicado el quinto de mis libros. Realizando
un documental sobre el rescate de unos murales del siglo XVI en un convento
de Zamora, conocí a un hombre ya de edad, residuo pintoresco de un oficio
a medias técnico, a medias artesano. Aquel hombre recorría los
mismos caminos que yo. Era ameno y muy celoso de sus secretos profesionales.
Como en todo lo que yo he escrito, la anécdota dice poco, queda como
diluida en los propios personajes y en el tiempo. Por ello yo no puedo contar
la de ninguno de mis libros, ni la conozco cuando los empiezo, ni, cuando la
adivino, soy capaz de llevarla hasta el final, ateniéndome a un esquema
previamente establecido.
De este libro, titulado EL HOMBRE DE LOS SANTOS, dice Gonzalo
Sobejano en su <Historia de la Novela de Hoy> que retrata no una aventura
excepcional, ni la problemática exorbitada del proletariado o la alta
burguesía, sino el estado común de una cierta clase en la que
la enajenación y la dispersión parecen a punto de alzar sus invisibles
barreras ahogando los últimos impulsos de amor y libertad.
Este hombre que se afana por cumplir unas exigencias de bienestar, por lo general
de un modo solitario, en un compás de espera indefinida, supone para
mí el final de una etapa, esa mirada hacia atrás de que hablaba
en un principio y una mirada también hacia delante, en busca de caminos
nuevos.
Los otros caminos, los del cine, me acercaban con frecuencia
entonces a las ciudades monumentales españolas y dentro de ellas a sus
CATEDRALES. Así se llama mi libro siguiente.
Las colecciones de relatos suelen ser siempre una mera recopilación de
trabajos ya anteriormente publicados, pero no en este caso. Yo quise hacer una
novela en cuatro historias, unidas entre sí por un nexo común
y a la vez diferente, tal como suele suceder en tales monumentos. Cuando uno
se acerca con un equipo de cine a alguno de ellos, lo normal es verse rodeado
al punto de canónigos, guías o simple aficionados, cada cual con
su historia, con sus anécdotas y sus preferencias personales. Unas y
otras forman el todo de la historia viva de estos viejos recintos a medias entre
su ruina actual y sus viejas o nuevas leyendas.
A fin de dar mayor unidad al libro, situar al lector y evitar toda especulación
artística o arqueológica, escribí delante de cada relato
una pequeña evocación que centraba la anécdota. Incluí
una gran catedral de Castilla, otra más modesta de aquellas que se hicieron
con el sobrante de materiales y fe de las mayores; una tercera de las islas,
tan distinta de las de la península y aún más cargada de
historia que éstas y por último una no terminada: la de Madrid,
quizás no concluida porque aquella primitiva fe acabó por agotarse
definitivamente.
Y así llegué hasta el Premio Nadal, importante entonces para los
escritores españoles. Los premio literarios fueron ni más ni menos
un invento de algunos editores para llamar la atención sobre sus libros.
A cambio de una cierta cantidad, se descubría un nombre que unas veces
seguía su camino y otras quedaba en poco, según su vocación
o mérito. Tal fórmula acabó perdiendo efectividad por exceso,
pero aún hoy los premios vienen a ser uno de los pocos modos, si no de
consagrarse, al menos de darse a conocer, lo que no es poco en el mundo literario
nacional que todos conocemos. A fin de cuentas, y por idénticas razones,
el mismo Cervantes se presentó a uno de ellos. El que a mí me
correspondió, allá por los años sesenta, cuenta la historia
de una comunidad protestante española de la que entonces y también
hoy se saben pocas cosas.
La comunidad a la que mi libro se refiere es la más numerosa de las que
existen en nuestro país y yo diría que también la más
española, pues no admite jerarquías y cada pequeña comunidad
o iglesia es en sí totalmente independiente. Nacida de la segunda reforma,
una reforma para gente humilde, así como la primera, la de tiempos de
Carlos V lo fue para la aristocracia, tienen sus miembros problemas parecidos
a los de los católicos, agudizados unas veces por su condición
de minoría, y otras mitigados por su régimen apartado de vida,
por vivir a ratos como en un fanal.
Quizás esta doble faceta se entienda mejor, no en su vida normal, exterior,
que a fin de cuentas en poco se diferencia de los otros, sino en sus cultos.
Yo asistí cierta vez a un entierro de los suyos. El cementerio, como
todos los de su índole, se hallaba separado del católico por una
alta valla que ya de por sí era todo un símbolo. Si la fe es capaz
de mover montañas, se ve que quien alzó aquel bloque compacto
de cemento no quiso correr el menor riesgo.
Asistí a la ceremonia, escuché los himnos y luego las palabras
de los ancianos, ancianos no en edad, sino en experiencia, y al parecer en sabiduría.
Uno de aquellos oradores parecía dirigirse más que a los allí
presentes, a los del otro lado, a los que pudieran escucharle, más allá
de aquel muro macizo.
A mí personalmente no me gustan las vallas ni
los muros, nada, en resumen, que separe a unos hombres de los otros y me preguntaba
cuanto tardaría aún esa tapia en caer y me lo sigo preguntando
todavía. Como yo soy narrador, quise hacer y acabé haciendo una
novela, no un libro de ensayo, ni de encuesta, ni un estudio doctrinal, sino
pura y simplemente una novela contada desde el lugar justo de esa misma valla,
ni más allá ni más acá, desde la huella que dejará
en la tierra un día, ese día en que, como tantos otros muros en
España, quede borrada y demolida y, lo que es más importante,
definitivamente olvidada.
Esta novela a que me refiero se titula EL LIBRO DE LAS MEMORIAS DE LAS
COSAS.
En los últimos años, la novela como género literario
ha sufrido una transformación radical que más o menos todos conocemos.
Ya no puede ser considerada como la explicación de una metafísica
y una moral. Hasta hace poco representaba una forma de sentir y describir. Ahora
no estudia la condición humana, sino que muestra las distintas imágenes
que el hombre se forja de sí mismo. No plantea problemas éticos;
se ocupa de su estética y su óptica. El arte de la novela se ha
reducido así a un problema de formas, la mayoría de las veces
vacías de contenido psicológico sin ofrecernos una realidad inteligible
y completa. La novela se halla en un período de transformación
en su estructura exterior y en su punto de vista interior desde el que el ojo
del novelista acecha. Se acabaron las historias tradicionales de realidad homogénea,
digerida y comentada por el autor. El lector debe elegir entre aceptarla o rechazarla
y el escritor, a su vez, también debe saber hasta donde puede ser admitido
o leído. Lo que al lector se le ofrece hasta hace poco supone a un tiempo
una invitación y un desafío. En todo ello se puede adivinar el
viejo problema entre el fondo y la forma, entre el cómo se escribe y
lo que se narra, la eterna cuestión de hasta qué punto ambos conceptos
pueden separarse.
Como soy un narrador, mi respuesta a todas estas cuestiones
no es un ensayo, ni un estudio, sino mi último libro, a medias narración
y a medias evocación, titulado PARAÍSO ENCERRADO .
Tal paraíso es lo que resta de los jardines del Buen Retiro de Madrid.
En él se analiza una realidad viva, encerrada desde puntos de vista diferentes
y a él debo añadir otro más titulado:
LA QUE NO TIENE NOMBRE.
En esta novela la presencia de la muerte sirve a modo de nexo de unión
entre las diversas acciones, desde la Alta Edad Media hasta la España
presente, a la sombra de un personaje pionero del feminismo actual: Juana García
que combatió en el ejército de los Reyes Católicos en las
jornadas de Toro y Zamora.
Nacida en León y muerta por sus propios compañeros de armas, su
delito fue ser mujer en un tiempo en que sólo se admitía el valor
de los hombres y los correspondientes privilegios concedidos en tales ocasiones.
Este libro, en cierto modo hermano de LOS BRAVOS con el que
coincide en ambiente y paisaje, influyó a su manera en EXTRAMUROS,
mi siguiente novela.
EXTRAMUROS viene a ser a la vez, la
historia de un amor heterodoxo y de un falso milagro. Sucede en una España
ya en los comienzos de su decadencia, en un siglo indeterminado, bajo la dinastía
de los Austria.
En lo que se refiere al amor entre mujeres, nuestra historia, como se sabe,
es muda, aún más que en el amor entre los hombres, perseguido
pero reconocido al fin y castigado por lo común cuando podía ser
demostrado. Las cuestiones del sexo, como el desnudo en la pintura, siempre
fueron tocadas en aquellos siglos muy de tarde en tarde por nuestros autores
y aún cuando lo hicieron, tal como sucedió a Cervantes, unas veces
optaron por pasar de largo y otras por autocensurarse, cambiando el desenlace
de la obra. No es preciso sino recordar los finales diferentes de El celoso
Extremeño, uno en el que el adulterio se consuma; otro salvado gracias
a un oportuno y benéfico sueño. Ya Americo Castro hacía
ver las precauciones y habilidades del autor de El Quijote para enmascarar su
pensamiento mucho más a menudo de lo que suponemos. Ni tampoco hay que
olvidar a Quevedo y sus famosos Sueños en los que sustituyó a
la postre las bromas sobre las Sagradas Escrituras con alusiones a personajes
mitológicos. En su afán de quedar bien con los censores echa la
culpa a su niñez y hasta a los impresores en un prologo desdichado que
debería borrarse del resto de la obra.
Si esto era así en aquel tiempo cuando se rozaba los predios siempre
alerta de la Iglesia, es fácil suponer lo que sucedería con los
amores no ortodoxos. Sobre ellos ni la novela ni el teatro cuentan gran cosa.
Tan solo algunos diarios de noticias hacen, ante quien quiera pasearse por sus
páginas, relación de una serie de sucesos no demasiado claros
ni privativos ciertamente de nuestro país, pero que entre nosotros adquieren
caracteres especiales. Tales amores escondidos, malditos, no existen literariamente
para nuestro Siglo de Oro y sin embargo debieron de llenar muchas horas de falsas
vocaciones, de tanto encierro inútil, tal como Madame d’Alnoy insinúa
en las páginas de su viaje.
Acercarse a una realidad ya pasada, recrearla en personajes, psicología
y lenguaje, es un modo de afrontarla, a medias entre el ensayo y la novela.
Esto del lenguaje es uno de los primeros problemas que se plantean sobre todo
si la novela
está narrada en primera persona. Es preciso acertar, no sólo en
las palabras, sino en el ritmo y la cadencia. Sería inútil resucitar
formas muertas ya, y por tanto ininteligibles; del mismo modo que resultaría
ocioso inventarse otras totalmente nuevas. Es preciso recrearlas. A fin de cuentas
todos sabemos que el lenguaje no se copia, se inventa a medida que se escribe.
En tal sentido se parecen las novelas escritas sobre todas las épocas.
Nunca había pensado escribir un libro así, pero cuando publiqué
LA QUE NO TIENE NOMBRE incluí en él, entre las
diversas acciones, la referida a ciertos hechos históricos. A esta especie
de secuencia histórica yo le tenía cierta prevención y,
sin embargo, a la postre, quedó como la más viva y actual de la
obra, a pesar de los siglos transcurridos desde entonces. Por ello comprendí
que cuenta poco el tiempo y que la novela puede hacernos más presentes
y actuales unos hechos al parecer lejanos, siempre que se acierte a darlos como
son.
Asía surgió EXTRAMUROS, a medias entre la realidad
de unas escasas noticias y la imaginación. Después de todo la
fantasía de la que hoy tanto se habla, nace del mundo en torno, de nuestro
universo particular, de nuestro propio yo, real y concreto, de nuestra experiencia,
de todo cuanto a lo largo de la vida amamos o tememos.
Y con esto llegamos a CABRERA.
Todos hemos soñado alguna vez con una isla, sobre todo los nacidos tierra
adentro. La de Cabrera, como se nos enseñó de chicos, se halla
muy cerca de Mallorca, en la orilla española del mar Mediterráneo.
Lo que en cambio se menciona poco en los manuales de historia es que sirvió
de campo de concentración donde fueron a parar las tropas francesas vencidas
en Bailén, convirtiéndose así en el primer campo de concentración
del que se tienen noticias fidedignas.
Suele afirmarse al tratar de nuestra guerra de la Independencia, que los españoles
se alzaron en armas como un solo hombre contra Napoleón, pero ya en su
tiempo Amorós apuntaba que más de dos millones de ellos en una
población muy reducida entonces, acusados de colaborar con los invasores,
tuvieron que buscar refugio en Francia, Italia, Inglaterra o África.
Como vemos, nuestra historia en lo que a exilios se refiere, se repite más
a menudo de lo que suponemos.
Algunos colaboraron con Napoleón por razones ideológicas o intelectuales,
otros por medro personal, por no perder sueldo y empleo, y finalmente gente
de toda índole le siguió también, de esa que la guerra
arrastra cuando no muestra su rostro verdadero.
Tal es el caso del protagonista de esta novela, enrolado en uno de los convoyes
que seguían a la tropa entonces, compuestos por las mujeres de los soldados
y oficiales, amantes, prostitutas o simples mercaderes, recogiendo a su paso,
migajas de pan o jirones de gloria. La gloria tuvo su fin en Bailén;
la miseria y la muerte comenzó para los franceses en los famosos pontones
de Cádiz, preludio del encierro de Cabrera.
Muchos franceses en sus memorias escritas tras de la ocupación suelen
descargar parte de sus desmanes en España a los soldados mercenarios
que, sin jugarse en la aventura nada, salvo el sueldo o la vida, hicieron gala
de una ferocidad peor que la de las tropas regulares. Los más crueles
fueron los polacos, alemanes y la gente de Napoleón, junto a los españoles
renegados.
Ningún tribunal o juicio de Dios será capaz de medir o pesar los
pecados de los franceses o la venganza y represalias a que fueron sometidos
por los españoles. Como de costumbre, víctimas o verdugos se confunden.
Es difícil saber si el campo de concentración de Cabrera, el primero
en la negra lista de los que tras él vinieron, estuvo justificado o no;
si lo que en él sucedió fue culpa de la administración
española o de los mismos ingleses poco dispuestos a consentir el intercambio
de prisioneros entre los dos bandos. Inspirado este relato en los diarios que
los cautivos escribieron al volver a su patria, es preciso recordarlos cada
vez que vaga sobre nosotros la amenaza de una guerra más, ya sea total,
civil o parcial.
En CABRERA se narran una serie de aventuras españolas
que trascienden más allá de nuestras propias fronteras. La idea
viene de atrás. El primer diario que llegó en mi poder lo copié
a mano, hoja tras hoja, en nuestra Biblioteca Nacional. Los demás vinieron
de París, donde hallé incluso el de un soldado español
que, tras servir en Dinamarca a las órdenes del Marqués de la
Romana, luchó con otros, por propia voluntad, en los ejércitos
de Napoleón, en el camino de Moscú y en la gran retirada.
Al plantear el libro era importante elegir entre contarlo desde el lado francés
o desde el español. A la postre me decidí por el segundo tratamiento
por razones obvias: no se puede escribir sobre un país en un idioma que
no es el suyo, sobre todo a la hora de hacer hablar a sus personajes.
Luego vino el problema del estilo. Como en anteriores ocasiones fue necesario
crear un modo de expresión capaz de ser entendido por el lector actual
y a la vez vivo en el siglo en que la acción sucede. Tampoco resultó
fácil elegir el tipo de narración, pero siempre he creído,
y sigo creyendo, que el fondo acaba por imponer la forma. Así es posible
que haya resultado a la postre una novela picaresca de hoy, pues la aventura
trashumante de sus protagonistas no es otra cosa que un eterno deseo de abrirse
a la vida, un afán de sobrevivir en un mundo hostil, entre el horror
y el amor, los deseos de gloria y las realidades que la guerra acarrea, todo
ello visto a través del cristal del humor o la ironía, tal como
suele suceder incluso en las tragedias mayores. Los diarios de los prisioneros
de Cabrera suelen coincidir en los hechos, no así en su interpretación.
Yo he procurado ser imparcial en lo que cabe, ver las dos caras de ambos bandos
sin subrayar demasiado alusiones al momento actual que por otra parte resultan
evidentes. Las dictaduras o agresiones armadas y aún más las guerras
civiles corren por lo común por senderos conocidos de todos. Lo que un
ensayo histórico o político debe explicar, en un relato de ficción
resultaría inconveniente. El arte de narrar tiene poco que ver con la
pedagogía. Yo sólo procuro enriquecer en algo al lector a través
de mis libros, inventando para él aventuras ajenas que en este caso resultan
actuales, contadas en un tiempo del que para bien o para mal somos hijos naturales.
A veces me preguntan por qué últimamente aparecen casi siempre
mujeres como protagonistas en mis libros. En cierto modo tales protagonismos
vienen de tiempo atrás si se tienen en cuenta títulos como LA
QUE NO TIENE NOMBRE o EXTRAMUROS, aparte de unas cuantas
narraciones.
La mujer en la España actual parece dispuesta a abandonar su habitual
nido de silencios y penumbras y es normal que la novela dé cuenta de
ello. Ya desde nuestra Juana Arintero, sacrificada en tierras de León
tras luchar en el bando de los Reyes Católicos, pasando por la famosa
Monja Alférez, hasta Mariana Pineda o la Pardo Bazán, las mujeres
españolas están presentes en diversas épocas.
Sin embargo, mi libro JAQUE A LA DAMA no supone ningún
alegato social, es sólo una novela a medias entre el recuerdo y el futuro
del que el lector puede sacar sus propias consecuencias.
Más allá de Galdós o Benavente, como esposas, amantes o
madres, cada cual supo salvar el jaque particular del hombre y la sociedad que
les tocó vivir hasta llegar a su protagonista encerrada en su jardín,
perdido paraíso a la sombra del padre.
Como los hombres, quizás más que los hombres, la protagonista
vive cercada por la vida y el amor presentido desde niña, adivinando
que la auténtica libertad es preciso ganarla cada día. Tal libertad
es aquí un sueño dividido en dos ciudades, unidas sólo
por el corazón en su remota lejanía. Una es Venecia y su laguna
poblada de infinitos islotes, salón de Europa donde el mundo se mira,
maloliente y sombrío cuando el mar en invierno azota los canales; dorada
en sus cúpulas cuando la primavera se avecina. A ella sirve de espejo
y contrapunto otra villa española cercana a Madrid, rodeada de murallas,
de robles y pinos a la que fui a parar en los días aciagos de la guerra.
Para los mayores tales años fueron dolorosos; para los chicos no. Fue
un tiempo de olvidar soledades, de amistades insólitas en las que ya
el amor andaba por medio.
El amor y los años que van desde la famosa revolución de Asturias
en octubre del treinta y cuatro hasta los albores de nuestra última guerra
civil del treinta y seis, no cambiaron de inmediato el perfil de nuestro país,
pero si, en cambio, aceleraron un proceso que a muchos, ya por entonces, parecía
inevitable.
La acción de LOS JINETES DEL ALBA
sucede entonces, en la pausa que vino tras de aquel intento frustrado de insurrección
que ya dejaba adivinar nuevos enfrentamientos entre los españoles.
A un lado y a otro de la cordillera que separa a Asturias de León, la
vida cambió súbitamente en valles, pueblos y ciudades. Un tiempo
viejo quedaba atrás, alzado sobre sus leyendas y sus tradiciones, dejando
paso a un nuevo caminar como el de Martín y Marian a lo largo de esta
obra en busca de una nueva libertad. Su historia viene a ser una aventura donde
el amor y la tragedia se convierten en espejo de la España de entonces,
a la sombra de jinetes que no existen ya, de oro escondido en las montañas
y una pasión y un deseo de revancha que nunca más, por el bien
del país, debiera repetirse.
En cuanto a valores literarios, mi opinión cuenta poco. El autor tiende
siempre a confundir lo que quiso decir con lo que dijo realmente. Alguien definió
el estilo como <el sonido de una mano>. Yo creo que ese sonido, en lo
que a mí respecta, se ha ido haciendo más sutil con el paso de
los años. El tiempo no pasa en balde. Al menos eso es lo que yo espero
y deseo: entender mejor el mundo en torno a mí, comprenderme mejor a
mí mismo y contar esa experiencia a los demás con un sonido no
demasiado grave, a medias entre el humor y el dolor, entre el temor y la esperanza.